Voy a hacer una excepción con esta entrada pero no puedo evitarlo.
Hoy escucho que la chica italiana en coma (imagino que no necesita presentación porque todos conoceis el caso) ha ingresado en un centro donde, al parecer, conseguirá terminar con su agonía. La chavala en cuestión que lleva así desde sus 21 años y tiene 38 años, me conmueve especialmente. No por nada y sí por todo. La veo en fotos de hace 17 años y me parece guapísima. La imagino 17 años en la cama, después de un accidente de tráfico y más me emociono. Tiene mi edad. Unos meses más que yo que acabo de cumplir los 37.
Me pongo a pensar en todo lo que he hecho, de bueno, de malo y de regular, desde mis 21. Andaba terminando mi carrera y haciendo unos cuantos planes infinitos. Había visitado ya Inglaterra, Portugal, Marruecos, Túnez, Italia y toda la España peninsular. Después vino Siria, Jordania, Líbano, Egipto. Seis años de expatriada entre Damasco y Alepo. Idas y venidas a la madre patria. Pasaron las eternas becas de estudiante, los primeros trabajos en el exterior, la vuelta definitiva a España, la búsqueda del primer trabajo tras el retorno. Un trabajo, otro y el actual. Después vinieron los viajes a granel: Alemania, Francia, Marruecos, Argelia, Mauritania, Cabo Verde, China, Mali, Palestina, Israel, Jordania, Siria, Turquía, Italia, Austria, Guinea Bissau, Chipre, Senegal, India, Hungría, Portugal, Sudáfrica, Túnez.
En mitad de todo eso, risas, llanto, emociones, amores, desamores, amistades, enemigos. En mitad de todo eso, matrimonio y divorcio. La salud y la enfermedad. En mitad de todo esto, llegaron los móviles, los ordenadores, Internet, mi primer coche. Mi primera sobrina, mi primer sobrino. La muerte de mi padre. El luto de mi familia. La pena de los míos.
En mitad de todo eso, lo vivimos todo juntos. Todos sabíamos de todos, todos nos alegrábamos por todos, todos nos entristecíamos por todos. Todos sabíamos lo que estábamos pensando.
Y, de pronto, resulta que esta otra criatura lleva todo ese tiempo en una cama y los suyos piden dejarla ir. Sencillamente porque lleva diecisiete años sin estar.
Observo, sin entender nada, la obstinación de quienes hasta hace nada no la conocían por detener la ambulancia que la lleva a su final. Los insultos al padre que sigue a la ambulacia donde está el cadáver vivo de su hija. A ese padre que lleva viendo diecisiete años a su hija, o lo que de ella queda, en una cama. A ese padre que tiene que aguantar que le llamen asesino.
A mi padre, a quien yo sólo tuve que ver tres días en una cama y sin ya ser él, yo le pedía que se fuera. Que se fuera lento, suave, listo, inteligente como siempre fue. A mi padre, porque le quería con el alma, le suplicaba que se dejara ir al tiempo que, por puro egoísmo, le decía que no se me fuera. A mi padre, que ya no me hablaba, ni me veía, le cantaba las canciones que le gustaba con la esperanza de que aún me escuchara. Nadie nunca, ni hasta ahora, me ha confirmado que sí me estuviera escuchando. A mi padre, a quien vi morir, le deseé siempre lo mejor. Y lo mejor es que se fuera cuando ya tenía que irse.
Y una, que de normal, no trae estos temas a este lugar, se escandaliza inevitablemente cuando ve a esas hordas enloquecidas, dando gritos a una ambulancia e insultando a un padre que conduce detrás de esa ambulancia, arrastrando un sufrimiento que de ninguna de las maneras puedo llegar a imaginar.
Recuerdo un viaje detrás de una ambulancia. Recuerdo ciento sesenta kilómetros conduciendo detrás de una UVI móvil, no hace todavía cuatro meses. Recuerdo que en esa ambulancia aún quedaba una suerte de esperanza mientras los ojos de mi padre me pudieran mirar y pudiera hablarme de alguna manera. Recuerdo que detrás de esa ambulancia pasé los peores momentos de mi vida. Recuerdo que no hubiera consentido ni a Dios ni a Cristo en ese momento que nadie me explicara mi dolor, ni mi sufrimiento, ni lo que yo le deseaba al bueno de mi progenitor. Recuerdo las prisas, los nervios, la tensión, la alegría de una esperanza inútil, la contundencia de lo que iba a suceder.
Recuerdo todo eso y no puedo evitar un asco profundo, desde lo más profundo de mis tripas, hacia quienes son capaces de pedir que se siga alargando el sufrimiento de una muchacha que se quedó en los 21 mientras los demás, ajenos a su existencia, seguimos viviendo como si nada. Un asco profundo a quienes le gritan ante el paso de la ambulancia que se despierte (como si su familia no llevara 17 años deseando que nunca se hubiera dormido). Un asco profundo, sin remedio. Un asco profundo a quienes llaman "mano asesina" a quienes le van a procurar el alivio a esa muchacha que sonríe de lejos en las fotos. Un asco profundo a quienes intentan evitar eso en nombre de un Dios que nunca han visto. Un asco profundo a quienes se atreven a juzgar al padre.
Y una pena inmensa porque aún se tenga que explicar lo mucho que los queríamos. Como si no fuera evidente.
Francamente, sólo les deseo que se pudran en ese infierno en el que creen. Que se tuesten lentamente y que se vayan cociendo en su propio caldo. No se merecen otra cosa. Eso y todo mi desprecio.