Sí, señores, hoy he hecho la segunda visita oficial a lo que será mi futuro hogar. En la primera ocasión, me fui pertrechada de bolígrafo y papel para apuntar los defectos. Esta tarea la dejé en manos de mi cuñada que es mucho más puñetera que yo (perdón, cuñada, hija mía...) y que me anotó hasta la última cosa que se le ocurrió a ella. Y lo que se le pasaba a la puñetera de mi cuñada, ya lo anotaba la puñetera suegra de mi cuñada que, a la sazón, es mi santa madre.
Eso fue el seis de octubre pasado. Fecha memorable donde las haya.
Hoy tocaba repasar si habían arreglado los desperfectos. Para la tarea, me he vuelto a llevar a la puñetera suegra de mi puñetera cuñada y, para rematar, he invitado a mi menos puñetero hermano que, finalmente, ha resultado ser el más puñetero de los tres y casi me arranca un grifo de cuajo, me inunda el piso, me quita tres tabiques y me cambia las pocas ideas claras que yo tenía. No contenta con la cosa, la experta decoradora de cocinas y así, me ha cambiado la única idea que yo tenía y además me ha dicho que mi vida puede cambiar y que nunca se sabe. Eso se traduce en que ponga todos los muebles que a ella le vienen bien por si mi vida pudiera cambiar en algún momento. Y digo yo, que qué coño le importa a esta señora si mi vida cambia o si me tiro por un puente.
Dicho todo esto, me confieso inútil integral en la cosa esta de los pisos. Yo he estado siempre acostumbrada a habitaciones de alquiler, cuando estudiante, y a pisos de alquiler toda mi santa vida. Me he tragado muebles que no eran míos, flores de croché, cortinones Luis XVI, lavadoras surrealistas, pozos infectos, teléfonos compartidos, tapetes de ganchillo, moquetas de la época de Atatürk y un largo etcétera de cosas inenarrables y circunstancias irrepetibles.
No sé yo si sabré vivir en un lugar donde tengo que decidir cosas, colores, materiales, posiciones. El alquiler me parece siempre una salida noble para gente como yo. Incompetentes en materia de decoración y demás.
Que pase de mí este cáliz.